Hace unos cuantos años, en una fábrica química de Castellbisbal, pasé por delante de unos containers que formaban una curiosa serie: el primero estaba bastante intacto, pero los siguientes diez o doce mostraban crecientes estados de malformación – como si se estuvieran derritiendo desde dentro. De los últimos se escapaba una especie de pasta vagamente verdosa.
Contenían, me dijeron, un subproducto derivado del ácido sulfúrico con una consistencia similar al alquitrán pero con la simpática característica de ser altamente corrosivo y fenomenalmente tóxico (y estaba allí porque nadie en Europa era capaz de tratar ese residuo).
Volveremos a hablar de esta notable sustancia , pero ahora vamos a hablar de quimio & radioterapia.
La quimioterapia o la radioterapia, como todo el mundo sabe, no son precisamente agradables. Caída de cabello, náusea, pérdida de memoria o fallos renales son cuadros típicos, y todos ellos son causados por el mismo fármaco o radiación que está matando las células tumorales. Naturalmente, mientras matemos el tumor los efectos secundarios son algo con lo que cualquiera apechuga, por duros que sean.
Pero, ¿por qué tantos efectos secundarios? Se trata, naturalmente, de una cuestión de Farmacodinámica – es decir, de cómo se distribuye el medicamento por el cuerpo. Si inyectamos un medicamento en sangre, estamos básicamente haciéndolo llegar a todo el cuerpo, sabiendo que así (tarde o temprano) llegará a su diana. Y esto, ¿qué conlleva?
Vamos a imaginar que el cuerpo es una ciudad – Barcelona, por ejemplo – y que el lugar al que queremos que llegue el fármaco (es decir, el tumor) es, pongamos por caso, el puerto.
En este simil, administrar el fármaco de manera sistémica (“por todo el cuerpo”) sería un poco como vertirlo desde lo alto de Collserola para que llegue él solito hasta ese lugar específico del puerto. Barcelona hace bajada – como sabrá bien cualquier ciclista – y, por tanto, tarde o temprano el fármaco llegará a su destino.
Ahora vamos a imaginar que lo que vertimos desde lo alto de la montaña es agua: muy líquido, inocuo. Para conseguir que llegue a su destino mojaremos un poco toda la ciudad y quizá inundemos algún párking, pero conseguiremos hacerla llegar a donde queremos y el agua se habrá eliminado en cuestión de horas. Ningún problema más allá de una calles mojadas. Esto es lo que ocurre en el cuerpo cuando lo “inundamos” de fármacos poco dañinos: antiinflamatorios, analgésicos, etc…
Pero por desgracia este no es el caso de los fármacos antitumorales. No son en absoluto como el agua, sino que son más bien como el alquitrán: poco fluidos, y nada solubles. Y no solo fluyen mal: además, son notablemente venenosos. Serían, de hecho, como aquella porquería tóxica que conocí en la fábrica de Castellbisbal.
Ahora imaginemos que queremos hacer llegar esa guarrada hasta el puerto vertiendo suficiente cantidad desde lo alto de Collserola. Esencialmente necesitaríamos crear una especie de Tsunami tóxico que se llevaría por delante todo lo que encontrara, ya que nuestra prioridad absoluta es hacer llegar suficiente cantidad de producto hasta su lugar de acción.
¿Cómo quedaría la ciudad después? ¿Cuánto tardaría en eliminarse todo ese pringue venenoso? ¿Cuánta gente moriría en la inundación?
Naturalmente, para evitar todos esos problemas existe la aplicación local de fármacos. Tiene bastante lógica – seguramente todos aplicamos alcohol sobre las heridas de los niños pequeños en lugar de darles un trago de 96º. Pero no es posible en todos los casos, y los tumores son particularmente complicados.
Especialmente, si se ha retirado un tumor quirúrgicamente; los antitumorales son tan dañinos que no pueden aplicarse hasta varias semanas después de la operación.
Sobre esta premisa tan sencilla se basa la tecnología de Cebiotex: se preguntaron si podría hacerse algo tan simple como poner una gasa empapada en antitumorales allí donde se ha extirpado quirúrgicamente un tumor, y así eliminar la posibilidad de que reaparezca.
Aunque suena sencillo, en la práctica no lo es tanto. Cebiotex ha necesitado desarrollar una compleja tecnología de nanofibras biodegradables capaz de liberar la cantidad adecuada de fármaco y luego ser reabsorbidas por el cuerpo sin efectos tóxicos, y eso ha requerido más de nueve años de investigación por parte de la UPC y el Hospital Sant Joan de Déu – siempre con un foco claro: desarrollar tratamientos contra el cáncer infantil, el gran olvidado de la industria farmacéutica.
Finalmente, han conseguido desarrollar un sistema que ha conseguido espectaculares resultados experimentales y que ofrece esperanzas de llegar a ser una solución para muchos tipos de tumores infantiles que actualmente no tienen una solución específica.
Ahora están levantando una ronda de inversión para financiar los primeros ensayos en pacientes, que empezarán en 2018, y puedes convertirte en accionista a través de Capital Cell: https://capitalcell.es/campaign/cebiotex/